Cumpleaños feliz.
Sólo había un regalo de cumpleaños que anhelaba y su familia lo sabía a la perfección. La despertaron con el desayuno en la cama. Cuando bajó las escaleras la sala de estar estaba atestada de globos violetas, su color favorito y también su nombre. Una torta de dos pisos con diecisiete velitas ardían mientras entonaban el Feliz cumpleaños con ganas. Intentó esbozar una sonrisa pero no pudo contener las lágrimas que patinaban por sus mejillas, la angustia contenida en el pecho, las ganas de gritar.
Apagó las velitas, entonces su mamá le entregó una caja envuelta en papel de regalo con un moño en la tapa. Con las manos temblorosas abrió el paquete y sonrió. De verdad, no tuvo que fingir; la cabeza de su victimario la miraba desde sus cuencas vacías. No volvería a ponerle un dedo encima, ni a ella, ni a nadie más. Nunca más.
El mejor cumpleaños de su vida.
Bailarina.
Las calles porteñas desoladas eran el escenario idóneo para sus fotografías. Quería ganar el primer premio del certamen. Sabía exactamente qué quería; la iglesia de la calle Perón en el barrio de Balvanera. Su arquitectura gótica era imponente. Enfocó su objetivo y disparó, entonces la vio salir por la puerta principal mientras bailaba en lugar de caminar. Llevaba puesto un catsuit oscuro con estrellas bordadas en plata, el pelo largo recogido en una coleta y un sombrero tanguero negro. La siguió calle abajo con la cámara preparada. Un disparo aquí, otro allá, esa voltereta se ve estupenda. Tenía suficiente material para seleccionar una que le daría la victoria.
Se detuvo bajo la farola para ver las fotografías en el visor de la cámara; ella no salía en ninguna. No se dio cuenta hasta que la tuvo enfrente, la mirada felina puesta en él sin un solo parpadeo. Sus labios rojos se entreabrieron dejando ver los colmillos blancos sedientos de sangre. Ya nunca ganaría ese concurso ni ningún otro.
Surf.
Vic estaba listo para surfear un poco antes de que se desatara la tormenta. Sus amigos habían bebido mucho la noche anterior y se quedaron durmiendo en el hotel. Había unas pocas familias a lo lejos y algún que otro transeúnte que caminaba por la orilla. Tomó su tabla y se dirigió hacia el mar. El agua estaba fría lo cual facilitó su tarea, cuando llegó la primera ola disfrutó la adrenalina. Podía estar así durante horas, jamás se había sentido feliz, no había nada más en el mundo que él, su tabla y el mar. A lo lejos resonó un trueno, el cielo estaba oscuro y las pocas personas levantaron campamento buscando la protección de un techo. Vic quería intentar una vez más, se prometió así mismo que solo sería una vez más. Y cumplió. Cuando montó la ola, el mar que ya estaba embravecido le ganó la partida, el muchacho cayó golpeando la cabeza con la punta. Un hilo de sangre tiñó el agua salada sirviendo de invitación a la sirena más próxima que sólo se hallaba a unos pocos kilómetros. Cegada por el aroma, la bestia nadó con furia en contra del oleaje, divisó a su tierna presa y con un movimiento brusco le buscó la boca para darle oxígeno. Vic abrió los ojos aunque no estaba consciente de la situación. La sirena le clavó sus afilados dientes en la carótida arrancando un pedazo de carne que masticó con deleite. Los surfistas jóvenes sabían mucho mejor si estaban vivos.
Los gatos.
Abrió los ojos y se incorporó en la cama, sus viejos huesos crujieron.
Afuera se oyeron ruidos que no logró identificar. Se levantó con dolor y caminó hacía la ventana. Un miedo visceral le encogió el corazón, la desesperación le causó palpitaciones. Más de una decena de gatos la miraban fijamente mientras gruñían.
Identificó a cada uno de ellos: el de la oreja cortada, el tuerto, el de la pata quemada...todos asesinados. Los odiaba. Esa noche sería ella quien probaría el veneno.
La peste.
Las calles de Orlok estaban vacías, la peste había arrasado con gran parte de la población. Los pocos sobrevivientes que contaban con movilidad propia huyeron despavoridos hacia aldeas vecinas en busca de un futuro mejor. Un par de niños hambrientos, abandonados a su suerte, dormían en el ático de la capilla. Ya habían sido alcanzados por la enfermedad. En sus rosadas pieles los callos característicos comenzaron a asomar.
Una figura masculina, alta, muy delgada, vestida de negro caminaba por el lugar cuando olió en el aire putrefacto el aroma de los infantes. Avanzó con cautela a través de las paredes de la casa del Señor para abrazar con dulzura las vidas de las criaturas que no volverían a despertar.
Victoria Marañón Rodríguez nació el 2 octubre de 1984 en Buenos Aires, Argentina. Se egresó como directora y productora de medios audiovisuales en Buenos Aires Comunicación (BAC) en el año 2010.
Autora de las antologías No vayas a Playa Muerte (2019) y La casa está viva (2022) Sus relatos forman parte de Dioses de Arena (Editorial Cuervolobo) y de los fanzines del festival Sarmiento Sangriento. Ha participado en diferentes medios de comunicación hablando sobre literatura y cine.