La maceta

 

Hace dos años que alquilaba con su marido ese PH remodelado en el barrio de Palermo. Jamás habían notado nada extraño, pero cuando esa mañana Marcela se despertó temprano porque le había atacado uno de sus antojos de embarazada, se vistió rápidamente para ir a comprar facturas y al pasar frente al patio interno la vio por el rabillo del ojo. Era una mujer mayor, estaba segura. No tenía la nitidez de una persona real, material. Era como una sombra justo al lado de la planta. Fue tal el susto que olvidó el hambre y las ganas de un cañoncito con dulce de leche. Quería gritar el nombre de su marido pero era como si lo hubiese olvidado. Estaban juntos desde la secundaria con sus idas y venidas en el tiempo y al final el deseo de estar unidos (o la dependencia emocional) había vencido.

La mujer seguía allí frente a ella, estaba parada pero no distinguía sus pies y parecía vestir un vestido floreado con un cardigan encima. El pelo parecía ir sujeto en un rodete muy prolijo y los rasgos faciales eran suaves. Eso la tranquilizó. Creyó que era una aparición benigna. Cuando consultó el reloj de la pared se dio cuenta que habían transcurrido tres cuartos de hora y fue su marido quien le preguntó qué había pasado con las facturas.

Ella sólo pudo levantar el dedo y señalar más allá del vidrio que los separaba del patio. Él siguió con la mirada y pegó un salto.

—¿Quién es esa? 

No hubo respuesta y él también quedó prendido de esa figura gris que pasaba desapercibida entre las macetas y el juego de jardín que habían comprado el verano anterior. 

—¿Será la inquilina anterior o la dueña? 

Preguntó él preso de la duda y esclavo de la curiosidad. No era tanto el miedo que le recorría el aparato nervioso sino el dominio que quería ejercer su mente racional lo que lo impulsaba a quedarse parado junto a Marcela.

—No sé quién es, se ve mayor, como una anciana. 

Dijo ella sin ánimos de huir de su casa. El estómago le rugió de hambre y suspiró resignada. 

Vamos a la panadería, quizás así se vaya. 

Y Marcela estuvo de acuerdo. El aire fresco del barrio en plena primavera les sentó bien y para su suerte en el local los atendieron rápido. Se llevaron una docena variada y decidieron comprar café al pasar por una cafetería nueva. Esas cuadras estaban cargadas de pequeños bares con tragos de autor que atraían a los turistas. 

Cuando entraron al PH la figura seguía en el patio sólo que está vez se hallaba sentada sobre uno de los sillones de mimbre. Los miraba en una postura relajada.

Marcela no pudo evitar dejar caer el vaso térmico con parte del café y su marido lo levantó del piso. Presos de la decepción se sentaron a la mesa a comer las facturas mirando el espectáculo del patio como si se tratase de la televisión. Desayunaron en silencio y al finalizar la pareja seguía hipnotizada por la extraña visita que no se movía ni emitía sonido alguno. 

—Gabi, amor ¿Qué hacemos?

Él no respondió, solo buscó el contacto de la inmobiliaria en su móvil. 

—Voy a preguntar.

Y salió de la cocina comedor como si quisiera algo de privacidad para hablar por teléfono.

Ella se tocó la panza, hacía tres días que empezó a sentir las pequeñas patadas de su primer bebé. La primera vez había llorado de emoción. Gabriel la llamó desde el umbral de la puerta del dormitorio que compartían. 

—¿Qué pasa?

En un susurro, a espaldas de la aparición, él le contó que no vivía ninguna señora en aquel lugar. Los de la inmobiliaria jamás habían tenido problemas de ese estilo. Y acentuó bien el término "de ese estilo". 

—¿Qué hacemos? ¿Si prendo unos carbones? Los que compré el otro día en la Feria.

—Sí,  está bien. ¿En dónde están? 

—En el último cajón de la cocina. 

Gabriel salió del dormitorio y caminó hacia el mueble de la cocina sin quitar su atención de la figura que ya no estaba sentada en el jardín sino parada cerca del vidrio observando el interior.

—Dios...

Suspiró él y se apuró a llevarle los carbones y la caja de fósforos a su esposa.

Acá están. Ahora está parada mirando con fijeza. 

Ella puso el recipiente con los carbones y le pidió a su marido que salieran juntos rezando un Padre Nuestro. Tenía dos niveles de reiki y usaría los símbolos de esta disciplina mezclandola con su fe católica.

—A la cuenta de tres. Uno, dos y

Abrió la puerta y él salió primero rezando y ella detrás con los carbones haciendo los símbolos en el aire con la mano libre. 

El humo salía limpio, de un gris claro y no había mal olor. El lugar estaba limpio.

—Tenemos que salir al patio.

—¿Qué? ¿Estás loca? 

—No puede hacernos nada.

A regañadientes él abrió la puerta de vidrio y salió primero. El patio era un rectángulo limpio con baldosas de diseño y varias plantas en fila que Marcela había traído del departamento que alquilaban y otras las había estado comprando en el mercado de pulgas. Los sillones y una mesa completan el espacio. 

La figura gris seguía parada cerca del vidrio con la mirada al frente y ellos estaban al costado con sus rezos y los carbones.

—Mira Gabriel, el humo ahora es más oscuro y espeso. 

En un acto de valentía (o estupidez) Gabriel se paró detrás de la aparición pidiéndole que se fuera, que no era bienvenida en su casa. 

Marcela se tocó instintivamente la panza en un intento por proteger a su cría.

La figura permaneció quieta. No hubo cambios en su postura. 

Gabriel volvió a pedirle que se vaya en un tono de voz imperativo.

Marcela se acercó sigilosamente con el recipiente en alto y su pie chocó con una maceta. Cuando miró hacia abajo se dio cuenta que había roto la cerámica. 

La aparición se dio vuelta con los ojos inyectados en sangre y una rabia que era capaz de hacer temblar los cristales. 

—Marce...

La figura giró con rapidez y empujó a Marcela contra la pared. El humo de los carbones era negro y un aroma a podredumbre recorrió el pequeño patio. Gabriel se le tiró encima a la figura pero la atravesó y terminó en el piso con un brazo fracturado. 

Marcela gritó con todas sus fuerzas, tanto que rompió la bolsa. La aparición seguía mirándola con rabia y Gabriel se desmayó por el dolor del brazo. 

En su locura tomó la tierra desparramada de la maceta rota y la arrojó contra la mujer gris gritándole que se fuera. 

La expresión del fantasma cambió rotundamente y la tristeza se apoderó de su semblante observando el contenido de la maceta. Marcela se calmó y miró también prestando atención. La tierra estaba mezclada con cenizas. 

—¡Marcela! ¡Gabriel! ¿Están bien?

Era la vecina preocupada por el escándalo.

—¡Rompí bolsa! ¡Necesito llegar a la clínica! ¡Una ambulancia!

Lo último que vio Marcela antes de caer en la inconsciencia fue al espectro esfumándose. 

 

Los tacos resonaron en la vereda. Estaba contenta porque la reunión había sido un éxito. Pasó por la florería y quiso llevarse un ramo de fresas para colocar en la mesa del comedor. Intentaba darse un gusto cada vez que podía tal como lo había platicado con la psicóloga. La noche anterior había comprado un buen tinto y una tabla de sushi variado. Quería superar el pasado, claro que sí. Había sufrido mucho y se cuestionaba cuál era el objetivo de sufrir porque ya no le veía sentido. Desde que Gabriel la había abandonado tras la pérdida del bebé un año atrás, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Ahora alquilaba un departamento de dos ambientes para ella sola y aunque el fantasma de la pérdida la perseguía día y noche no se rendía y el trabajo como directora de marketing iba como viento en popa. El dinero no podía reemplazar el amor pero ayudaba mucho pagar la terapia, salir con amigas al menos una vez por semana y poder acondicionar su nuevo hogar. 

Cuando entró en el departamento la saludó con cariño y le mostró las fresas. Tiró los jazmines podridos, lavó el florero y puso a las nuevas invitadas. 

Se acercó a ella y tocó la tierra.

Necesitas agua, mi vida, pero sólo un poco.

Llenó un vaso y lo volcó en la maceta. La planta se hallaba en un lugar privilegiado en el balcón. Después fue en busca de la pequeña reposera que había comprado y se sentó junto a ella. No tardó mucho en aparecer la figura gris para pasar otra tarde encantadora la una en compañía de la otra. La había adoptado porque después de lo ocurrido no podía dejarla sola. Al principio solo aparecía y miraba todo, pero con paciencia Marcela se había ido ganando su confianza. Se llamaba Celia y en vida había sido muy apegada a esa planta, tanto que al morir uno de sus hijos enterró las cenizas allí. Marcela quería hacer lo mismo. Ya lo había hablado con su abogado. Sería su última voluntad aunque claro todavía era joven y conservaba la salud. Esperaba tener por delante muchas charlas junto a Celia y su planta.

 

Victoria Marañón Rodríguez