Cultivando horrores

Doris, de noventa años, se levantó de su bella cama con dosel. Estaba muy mareada y sentía náuseas a pesar de que su cena había sido una sopa caliente. Últimamente los dolores no la dejaban comer y todo le caía mal. Estaba segura de que moriría en poco tiempo. La enfermedad se había extendido por todo su sistema afectando incluso las tareas cotidianas más simples. No había podido hacer todo lo que quería; dejar la casa en condiciones, deshacerse de fotos viejas o de ropa que ya no usaba (ni usaría) pero por sobre todas las cosas, hubiera querido tener más tiempo para dejar el jardín en condiciones. 

En las paredes empapeladas de la casa de Doris, había ilustraciones y pinturas naturales; hojas, plantas de diferentes especies, árboles. En su juventud había viajado, se había casado y había tenido dos hijas, pero fue después de los cincuenta años que encontró su verdadera vocación: la botánica. 

El jardín trasero era un verdadero espectáculo para cualquier aficionado que entendiese algo de la flora. Tenía buenas manos para lo verde y había arreglado todos los jardines de la cuadra y de sus familiares. 

Un espasmo hizo que la anciana se doblara tomándose con ambas manos el abdomen. A los tumbos llegó al teléfono más próximo y marcó el número de su nieta, Estefanía. Como pudo le contó rápidamente lo que sentía. 

—No te preocupes, Nana, quédate en la cama. Llamó a la ambulancia y voy para allá. 

Cuando cortaron, Doris se derrumbó sobre el piso de madera y allí la encontró Estefanía junto a los de la ambulancia. 

De camino al hospital, la abuela tomó con fuerza la mano de su nieta. Quería decirle algo importante. Alguien tenía que saberlo.

La mujer joven miró al ambulanciero para que la dejara hablar. El hombre le indicó que no era recomendable, no al menos hasta que estuviera estabilizada bajo el control de los médicos. Ella aceptó y le pidió a su abuela que aguantara, que no se esforzara innecesariamente. La anciana quiso resistirse pero el cansancio le ganó y quedó inconsciente. 

Ya en la sala de espera del hospital, el médico le comunicó que Doris se encontraba estable, que los sedantes habían hecho efecto y que ya no sufría.

—Solo queda esperar. Aunque debo advertirte que es probable que no salga de acá. 

Estefanía comprendió la situación y le pidió despedirse.

—En un rato. 

Mientras bebía un café horrible, llamó a su madre y a su tía con el teléfono móvil. Su madre estaba en camino y su tía de viaje en el extranjero. Esperaba conseguir vuelo de regreso lo antes posible.

Estefanía repasó parte de su vida junto a su abuela; los consejos a escondidas de sus padres, las comidas caseras los primeros domingos de cada mes, las plantas que le había regalado cuando se mudó sola, las salidas a los teatros y cuando se quedaba a dormir cada tanto, para que su abuela no se sintiera sola…en especial, tras la desaparición del marido. 

Las malas lenguas hablaban de una amante y de que tenía una doble vida en otra provincia. A Estefanía le dolió la traición que sintió como propia. Quería mucho al abuelo Mario, pero no soportaba que hubiese dejado así a su Nana querida.

Tras una espera tortuosa, el médico se acercó para avisarle que podía entrar a saludar a su abuela, que la mujer había despertado y clamaba por ella, que debía decirle algo muy importante.

La nieta se levantó de un salto y fue en su busca. Cuando ingresó en la habitación, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta ante el decadente espectáculo. Cuando estaba sana su abuela había sido una mujer vital y segura de sí misma que siempre tenía una palabra de aliento y ganas de vivir. Verla en ese estado tan deplorable, tan delgada, conectada a aparatos con cables y suero, le produjo un segundo de desesperación. Hasta que volvió al autocontrol, no quería hacer sentir mal a su abuela.

—Hola, Nana. 

La enferma no podía hablar. Con la mano le hizo señas para que se acercara. Estefanía se sentó a su lado y se agachó para poner su oreja a la altura de la boca de la anciana. 

—No salgas…—susurró la anciana.

La nieta no entendió nada y le preguntó. 

—Al jardín. —respondió la mujer entubada.

—¿Qué no salga al jardín? ¿Tú jardín? 

Estefanía empezó a creer que eran los divagues de una moribunda. 

—Tu jardín está bien, Nana, no le va a pasar nada. 

La anciana le clavó las uñas en el brazo y la joven soltó un quejido.

—No salgas sola al jardín.

Quiso gritarle pero su voz salió en susurros. 

—Peligroso. Luna nueva. No salgas sola…

La nieta le acarició la cabeza casi calva con unos pocos pelos canosos. 

—Te quiero, Nana. Te quiero mucho.

Al salir compungida, vio a su madre y corrió a abrazarla en un mar de lágrimas. Una vez que el momento pasó, pensaron en el siguiente movimiento: Estefanía volvería a la casa de Doris para traerle ropa interior y un camisón limpio.

—Si muere, que muera con dignidad. —había sentenciado la madre.

La hija le dio la razón y le pidió al novio que la acompañara ya que él contaba con auto propio.

Cuando la pasó a buscar por la puerta del hospital, ella le contó las novedades y él le dijo que contara con su apoyo. 

El cielo nocturno fue testigo de la tragedia que se desencadenó más tarde, en esa noche de luna nueva.

El novio, Diego, estacionó el automóvil en la entrada de la casa de Doris. La casa de dos plantas rodeada de vegetación se erigía silenciosa entre las sombras.

Cuando entraron sintieron el fuerte olor a encierro del lugar. Estefanía subió las escaleras de madera y Diego caminó por la planta baja hasta la cocina, tenía sed y quería beber un vaso de agua. El muchacho escuchó los pasos de su novia en el dormitorio mientras abría y cerraba cómodas y cajones. 

La cocina era chiquita y tenía una mesa de madera atestada de ollas y cajas de remedios.

“Pobre mujer” pensó.

Revisó las alacenas deterioradas por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento hasta encontrar los vasos de vidrio. Tomó uno y lo lavó por las dudas, no sabía si los bichos habían hecho suyo ese rincón. Abrió la heladera y encontró una jarra con agua fría. 

Estefanía revisó los cajones; pañuelos, blusas comidas por las polillas y sombreros prolijamente guardados. 

“¿Dónde guardará la ropa interior?”.

Diego bebió dos vasos de agua. Había estado trabajando desde la mañana temprano y empezaba a sentir el cansancio. Un ruido en el jardín lo hizo mirar por la ventana de la cocina. Dejó el vaso en la mesada e intentó ver qué era lo que había ocasionado el sonido. 

El jardín estaba completamente a oscuras y el muchacho pudo divisar las sombras de plantas y yuyos crecidos. Un movimiento entre la vegetación lo puso en estado de alerta y buscó entre las alacenas y cajones hasta dar con una linterna. Se fijó si tenía pilas y le dio al encendido.

El haz de luz era potente así que sin pensarlo dos veces, buscó la puerta del fondo y salió. Apuntó con la luz y pudo ver una variedad de plantas que no había visto en su vida: diferentes tamaños, colores y texturas. Diego no sabía gran cosa. 

Caminó un poco entre el pasto crecido y volvió a ver un movimiento en el fondo del jardín, contra la medianera del vecino. 

Estefanía encontró una bolsa de tela colgada de una percha, dentro del placard, con la ropa interior de su abuela. Buscó las mejores prendas y las dobló con delicadeza sobre el pequeño bolso de mano. También guardó dos camisones muy bonitos y unos pares de medias. 

Diego revolvió los cajones de la cocina hasta dar con un palo de amasar. Estaba seguro de que había una rata en el jardín y él estaba muy acostumbrado a matar roedores. Se había criado en una casa entre fábricas de quesos y alimentos así que no había trampera que no conociera; y muchas veces, debió enfrentarse solo con esos asquerosos animales. 

Salió al jardín, esta vez con más seguridad, buscando al animalito escurridizo. Miró entre las plantas hasta que el ruido lo llevó hasta el fondo del jardín. Cuando apuntó con la linterna le sorprendió la extraña forma que tenían las plantas allí cultivadas. Tenían unas especies de bocas con espinas, o así le pareció a Diego. Eran bastante grandes y su instinto lo hizo retroceder unos pasos. 

No vio la roca que tenía detrás y tropezó con ella, cayendo de espaldas sobre el césped crecido. 

Estefanía bajó las escaleras con rapidez con el bolso en la mano.

—¿Diego? ya estoy.

Su novio no respondió.

Cuando vio la puerta del fondo abierta de par en par recordó las tétricas palabras de su abuela.

“Maldita sea” pensó.

—¿Diego?

Lo llamó desde el umbral de la puerta. 

—¿Diego? ¿Amor?

Solo el silencio le respondió al llamado.

Sin saber qué hacer, sacó el móvil del bolsillo trasero de su jean y llamó a su mamá.

—Ma, necesito saber ¿Qué esconde la abuela en el jardín?

La madre todavía aturdida no entendió a la primera. Tras unos segundos, comprendió mejor.

—¿Diego salió al jardín? —le preguntó a su hija.

Estefanía le contó lo que sabía y lo que Doris le había dicho antes de caer rendida por los efectos de los sedantes.

—Escúchame, Estefy, salí de ahí. Cerra la puerta y salí de ahí.

—No puedo dejar a Diego, mamá. ¿Qué tipo de plantas guarda la abuela?

La mamá insistió.

—Salí de ahí.

Estefanía cortó la comunicación y volvió a llamar a su novio. Algo se movió entre las hojas. 

La mujer entró en la cocina buscando una linterna, pero en su lugar, encontró fósforos. Necesitaba un mechero o una vela pero no había nada por el estilo en las alacenas. Con la caja se acercó a la puerta y prendió un fósforo. La escasa luz no era suficiente para alumbrar el fondo. 

La cerilla se consumió y se quemó los dedos. El teléfono móvil sonó en tono de llamada.

—¿Sí?

—Estefi, es la abuela. Falleció recién. Hija, vení…

La llamada se cortó. La muchacha revisó su celular; no tenía batería. 

Incómoda se dirigió a la puerta de entrada, quizás algún vecino podría ayudarla. En la entrada, al pie de la escalera se encontraba el espectro de su abuela. Más blanca de lo normal, con su cabeza casi calva y las orejas pronunciadas por la falta de descanso. 

—Nana…—susurró la nieta.

Y la abuela levantó el brazo con lentitud, para señalar la primera planta. Acto seguido se desvaneció en el acto. 

Sin siquiera meditarlo, Estefanía subió las escaleras. El fantasma de su abuela estaba en su dormitorio señalando el último cajón de la cómoda. 

Con temor, la joven entró en el cuarto y abrió el cajón señalado. Revolvió entre la ropa y algunas viejas fotografías del matrimonio de sus abuelos, sin saber qué encontrar, hasta que sus manos dieron contra el fondo. Envuelta en una enagua se hallaba escondida una bitácora de cuero. Miró a su alrededor pero el espectro ya no estaba con ella. 

Cuando abrió el cuaderno se encontró con varios apuntes escritos a mano explicando las diferentes partes de una planta. Hojas gruesas y duras que crecían al nivel del suelo formando una roseta. Dos lóbulos se forman a partir de un pecíolo largo, que tienen pequeños cilios formando una bisagra. 

A los ojos de la mujer se parecía a una cabeza con una boca enorme con dientes listos para triturar a su presa. 

Recordaba haber visto esa imagen en las pinturas de las paredes. Salió al pasillo y las buscó. 

Nunca les había prestado atención, pero ahora veía que se trataban de fichas, no de obras de arte. La que se correspondía con la descripción de la bitácora estaba justo en la punta. Pasaba desapercibida. Se acercó para leer la inscripción al pie: Dionaea Muscipula también conocida como Venus la atrapa moscas.

La mente de Estefanía intentó asociar todo rápidamente. 

Con la bitácora en mano bajó las escaleras y salió al jardín. 

Necesitaba saber. Confirmar.

Sus pies chocaron contra un objeto tirado sobre el pasto. 

Era la linterna. La tomó y la prendió iluminando el fondo del jardín. 

La mitad del cuerpo de Diego sobresalía de las fauces de una de las tres plantas Dionaea Muscipula que había contra la pared. 

Estefanía no pudo gritar. 

Ni quería. 

Corrió hacía la casa y buscó la caja de fósforos. 

Sin pensarlo dos veces encendió varios y los esparció por el jardín. 

Entró a la casa y prendió una de las cortinas de la sala de estar. El fuego se esparció rápidamente devorando la tela. 

En la cocina, abrió la llave de gas y cerró la puerta del fondo con la traba. 

Salió de la casa llorando y corrió por las calles del barrio, todavía llevaba consigo la bitácora, apretándola contra su pecho.

Dedicó, también, unas lágrimas a su abuelo Mario. 

 

 

Victoria Marañón Rodríguez