La exorcista


Esa noche de noviembre llovía en la ciudad de Buenos Aires cuando un hombre menudo golpeó la puerta del edificio desesperado. Nelly, de estatura baja y formas redondas, caminó con parsimonia hasta la puerta. El hombre le pidió ayuda. 

—Yo sé, usted es la exorcista. 

La mujer suspiró cansina. Su empleo oficial era la portería de un viejo edificio en la calle Florida, herencia familiar; su padre había sido portero al igual que su abuelo se había encargado al principio, cuando todavía era un conventillo. Nelly buscó su bolso, las llaves y acompañó al hombre a través de la noche al otro lado de la 9 de Julio con el viento en contra. En su travesía saludó a varias personas, desde gente en situación de calle hasta puestos de diarios y revistas que la conocían de toda la vida. El hombre la miró de reojo y se preguntó cuántas de esas personas sabrían lo que Nelly hacía a puertas cerradas. 

Todas las ciudades tienen sus secretos. 

En silencio, el hombre guió a Nelly hasta una propiedad que a simple vista tenía colgado un cartel de alquiler de oficinas. 

El lugar estaba en penumbras y un aroma a rancio invadió las fosas nasales de la mujer que no pudo evitar arrugar la nariz. Subieron las escaleras hasta el primer piso en donde una serie de cubículos de madera habían sido antaño la sede de un banco privado. En uno de ellos, cercano a la pared había un hombre envejecido y tapado con una gruesa frazada comida por roedores. Nelly iluminó su rostro con la linterna del móvil. Tenía las pupilas dilatadas y grandes surcos verduzcos atravesaban la piel pálida. 

—Se llama Tobías. Alquilaba una pieza a la vuelta pero lo echaron cuando no pudo seguir pagando. Tiene una bicicleta, trabaja haciendo repartos por la zona. Es joven pero parece haber envejecido treinta años estos últimos días. 

—¿Estuvo expuesto? —preguntó ella. —¿En la línea A?

El hombre asintió confundido, no estaba seguro de entender la conversación pero no quería quedar como estúpido. 

—Los demonios del subte son fuertes, en especial si uno está débil. Asumo que quedarse sin techo es más que suficiente para que quieran apropiarse de la persona. 

El hombre la miró extrañado y sólo pudo reaccionar mostrando una cruz de madera que había conseguido de su esposa. 

—Los símbolos religiosos funcionan únicamente si la persona pertenece a la fé ¿Tobías es cristiano, católico…? 

El hombre no supo qué decir. No tenía conocimientos acerca del exorcismo, lo único que recordaba era haber visto de niño la famosa película. 

—Esto es lo que vamos a hacer, va a salir a la calle, va a caminar por Avenida Rivadavia hasta la plaza Roberto Arlt y va a buscar a un hombre llamado Juanino que duerme en un banco. Él me conoce, le dice que yo lo mandé y que es el subte A. Nada más. Él le va a dar algo, me lo trae y con eso hago mi trabajo. 

El hombre asintió y antes de irse le acercó una silla para que Nelly no tuviese que esperar sentada en el piso sucio. Era una mujer entrada en años y cuando habían subido las escaleras le pareció oír que respiraba con dificultad. 

Al salir a la intemperie se encontró con las calles desiertas a pesar de que había dejado de llover. Caminó de prisa repitiendo “Juanino. Juanino. Subte A” para no olvidar el recado. Conocía a Tobías desde hace unos meses cuando se había mudado con su esposa y sus dos hijas al mismo edificio y él los había ayudado a instalarse. Le parecía una buena persona que no contaba con una familia presente. Hasta admiraba un poco la valentía de vivir solo porque él no se imaginaba una vida sin su esposa y sin sus hijas. No podía. También venía de un hogar roto pero había aprendido que la única forma de sanar las heridas era entablando vínculos. 

Cuando llegó a la plaza se asustó al ver que estaba vacía y se agarró la cabeza mirando cada banco, cada rincón a oscuras. ¿Qué le diría a Nelly? ¿Qué pasaría con Tobías? Una congoja le apretó el pecho cuando alguien le palmeó la espalda. Al girarse vio a un joven bastante sucio con ropa desteñida y agujereada que lo miró con ojos curiosos.

—¿Lo mandó Nelly?

El hombre agradeció el gesto y no tuvo que asentir porque Juanino se dio cuenta enseguida. Las únicas personas que lo veían eran las que mandaba Nelly, para el resto era invisible.

—¿Qué indicaciones le dio? 

—Subte A.

Juanino revolvió en su carrito entre cartones y bolsas de consorcio, y extrajo una botellita con un líquido azul que le entregó con cuidado. 

—Los demonios del subte A son fuertes y se aprovechan de nosotros ¿sabe? Creen que somos débiles.

El hombre le agradeció, lo saludó y se dio media vuelta para regresar con Tobías caminando a toda prisa por Rivadavia. El semáforo le dio paso al peatón cuando llegó a Carlos Pellegrini así que aprovechó la oportunidad y cruzó corriendo la 9 de Julio. Un trueno sonó a la distancia. Dobló la esquina en San José y tomó la Avenida de Mayo pasando con miedo cerca de la boca de subte de la línea A que estaba cerrada. Unos murmullos se hicieron escuchar y sintió como una fuerza invisible lo jalaba hacía la entrada. En su mano el frasco con el líquido azul comenzó a iluminarse y el hombre recitó un Padre Nuestro en voz alta. Una pareja que pasó a su lado lo miró extrañado. 

Cuando logró salir de aquella influencia corrió los últimos metros hasta las oficinas en donde Nelly lo esperaba con un Tobías delirante. La mujer notó el miedo en el lenguaje corporal y no tuvo que preguntar porque se imaginó bien clara la imagen del hombre escéptico pasando con el frasco frente a la boca del subte. Parecían clones, nunca se sorprendía de la falta de originalidad a la hora de accionar de la gente. Si apostara dinero cada vez que alguien solicitaba sus servicios podría vivir mejor, pero a Nelly no le importaba la plata porque conocía el verdadero precio de poseerla. 

Todas las ciudades tienen sus secretos.

—Bien, ayúdeme a incorporarlo contra el panel de madera.

El hombre obedeció sin chistar y se quedó a un lado con el crucifijo de madera en la mano rezando en voz baja. Nelly sacó un amuleto con un rombo de su bolso y se lo colgó al cuello, luego destapó el frasco frente a Tobías que abrió los ojos. 

En las cercanías se oyeron murmullos de voces graves llamando a Tobías. Ruidos de madera crujiendo, objetos siendo arrastrados que dieron forma a unas criaturas rastreras hechas de sombra que reptaron por las paredes y el techo. Parecían sentirse especialmente atraídas por el líquido azul que ahora iluminaba la estancia como si se tratase de una sustancia fluorescente. 

Un temblor sacudió de pies a cabeza a Tobías y Nelly sin inmutarse acercó el frasco al rostro. 

—No está funcionando. —dijo en tono seco y mirando al hombre, preguntó. —¿Sabe si tiene alguna pasión? Algo que despierte un sentimiento de euforia…

Tobías levantó la mano señalando su mochila abandonada en un rincón. El hombre abrió el cierre y empezó a sacar las diferentes prendas de ropa para que las vea su dueño; una remera de una banda, unas bermudas, un jean gastado, hasta que llegó al final. Cuando se la mostró, los ojos de Tobías se iluminaron y esbozó algo similar a una sonrisa. A su alrededor varias criaturas se acercaron queriendo arañarlo. Se hacían más fuertes. 

Nelly miró al hombre.

—Pongasela. 

El hombre ayudó a Tobías a sacarse lo que tenía puesto y a vestirse con la camiseta de la selección argentina. Nelly volvió a acercar el frasco al rostro del joven y está vez, las tres estrellas sobre el escudo se iluminaron alumbrando la estancia en un tono dorado que ninguno de los tres había visto en su vida. 

Tobías se sintió eufórico. Recordó los últimos minutos del partido final frente a la selección francesa en Qatar. El gol de Montiel, las estrellas tatuadas en el cuello del jugador, las lágrimas de alegría, Messi arrodillado sobre el pasto siendo abrazado por sus compañeros, los gritos, la bandera flameante, los festejos posteriores en el obelisco de Buenos Aires…

Tobías abrió la boca y algo parecido a un bicho oscuro y pastoso salió de ella. Nelly lo atrapó dentro del frasco en donde fue devorado por el líquido azul. Cuando le puso la tapa, la estancia volvió a su aspecto tétrico natural; las criaturas desaparecieron, el líquido dejó de brillar y las tres estrellas también. 

Nelly sacó una botella de agua mineral de su bolso y le pidió a Tobías que se hidratara. El hombre la acompañó hasta la salida y antes de despedirse, al pie de la escalera, no pudo evitar la pregunta trillada.

—¿Va a estar bien?

—Hago exorcismos, no predicciones. 

La mujer se despidió y caminó de regreso a su morada. El hombre la observó alejarse hasta perderla de vista entre los edificios. Había dejado de llover, el cielo estaba despejado. 

Cuando miró la hora vio que no faltaba mucho para el amanecer. Era tiempo de volver con su familia; sentía ganas de abrazar a las tres como aquella tarde del dieciocho de diciembre, hacía casi un año atrás.

Todas las ciudades tienen sus secretos. 

 

Victoria Marañón Rodríguez